Tengo la sensación de que siempre que se aborda el asunto de la formación en las empresas la mayor parte de los modelos formativos se centran en cursos, titulaciones, métodos, medios, centros de enseñanza, etc. La necesidad específica, el propósito y el resultado esperado permanecen muchas veces en un segundo plano.
Otra sensación que tengo es que los mayores beneficiarios de la impartición de los cursos son los consultores y profesionales que con gran abnegación exponen su alto nivel de conocimiento, conscientes, con seguridad, de que solo un pequeño porcentaje de ese conocimiento será absorbido por los presentes en su puesta en escena. Llamamos formación a lo que en la mayor parte de los casos es una exhibición magistral de quien ya sabe y sigue aprendiendo a través de la enseñanza. El contenido formativo empieza y acaba en los formadores, a menos que hayan conseguido conectar algún apartado de su discurso con nuestras necesidades o emociones.
El índice de eficacia (capacitación operativa con impacto real en resultados) de estos sistemas de aprendizaje es muy difícil de medir, con lo que productivamente las actividades formativas parecen relegadas a ser un trámite cuasi higiénico y rutinario. Todos sabemos que el verdadero aprendizaje está en otra parte.
En entornos de desempeño avanzado, el simple hecho de tener asignada una responsabilidad, de la naturaleza que sea, es suficiente para que los profesionales encendamos el motor del autoaprendizaje. El muchas veces burocrático “acompañamiento” de las empresas es, como fuente de conocimiento, algo testimonial al lado de nuestro interés, nuestra experiencia, Google y YouTube, nuestros compañeros, nuestros errores y el análisis de nuestros resultados.

La formación que nos hace ser profesionales excelentes es una actitud personal y no la ciencia infusa en Power Point.